TRUMP Y LA MÁSCARA CAÍDA DE OCCIDENTE

14/julio 2025

Por considerarlo de interés para los lectores de la Revista Diplomática publicamos un artículo de nuestro colaborador e Internacionalista Rodulfo H. Pérez Hernández

Por Rodulfo H. Pérez Hernández

Embajador de la República Bolivariana de Venezuela ante la UNESCO | Profesor de Ciencias Sociales | Especialista en Historia.

Autoritarismo, supremacismo y el colapso del orden liberal…

En un mundo en transición, donde el orden surgido tras la Segunda Guerra Mundial muestra signos irreversibles de agotamiento, la figura de Donald Trump no representa una ruptura con los valores occidentales, sino más bien su desenmascaramiento. Trump no traiciona la democracia liberal: la reduce a su núcleo crudo y funcional, revelando su carácter elitista, excluyente y supremacista. Su presidencia fue, y sigue siendo, el espejo deformado de una civilización en crisis, que ha ejercido su dominio global bajo los símbolos de la libertad, pero sustentado en el racismo estructural, la violencia imperial y el saqueo sistemático del Sur Global.

Como advirtió Wendy Brown, la democracia liberal no se desmorona por una amenaza externa, sino por “el vaciamiento interno que ha operado durante décadas: la conversión de la ciudadanía en consumo, del disenso en ruido, y del poder público en capital privado”. Trump encarna ese vaciamiento: su asalto a las instituciones, su desprecio por el multilateralismo y su uso del poder como instrumento de venganza revelan una forma de fascismo posmoderno que se acomoda perfectamente en la arquitectura ideológica del Occidente contemporáneo.

Lo que suele presentarse como un “doble estándar” —democracia en casa y dominación afuera— es en realidad una unidad de lógica imperial: hacia adentro, una democracia restringida, racializada, funcional al poder financiero; hacia afuera, una política de guerra, chantaje y saqueo. Como bien afirmara Malcolm X, “no hay democracia para los negros en Estados Unidos, y no hay democracia para los pueblos que se enfrentan al imperialismo norteamericano”. Trump no inventa esta estructura: la encarna y la actualiza en su forma más cínica y brutal.

Desde sus orígenes, la tradición liberal occidental ha construido un relato de progreso y civilización, ocultando sus fundamentos reales: la esclavitud, el genocidio indígena, el colonialismo, y la explotación sistemática de los pueblos no europeos. El filósofo Doménico Losurdo lo dijo con crudeza: “el liberalismo nació como un doble discurso: libertad para los propietarios blancos, opresión para los no blancos colonizados”.

Ese doble discurso ha sido una constante de Estados Unidos y Europa. La promoción de la “libertad” ha justificado invasiones, sanciones, golpes de Estado y dictaduras. América Latina, Asia y África lo saben bien. La retórica de los derechos humanos ha servido para encubrir guerras de rapiña, mientras se silencian masacres cometidas por aliados o se bloquea el desarrollo soberano de naciones no alineadas.

Trump no inventó el racismo ni el autoritarismo, pero los convirtió en política de Estado sin necesidad de camuflaje moral. Llamó a países africanos y caribeños “shithole countries”, promovió la separación de niños migrantes como método de disuasión, y defendió públicamente el uso de la tortura. Sus ataques a la prensa libre, a las universidades críticas, a la ciencia y a los derechos civiles reflejan una cosmovisión de supremacía blanca, poder vertical y violencia institucionalizada.

Como advierte Jason Stanley, “el fascismo moderno ya no necesita eliminar la democracia formal: le basta con vaciarla de contenido. La mentira sistemática, el odio como base de cohesión, y la glorificación del líder son sus pilares”. Trump mintió más de 30.000 veces durante su mandato, y movilizó una narrativa de guerra civil simbólica contra los pobres, los migrantes, los negros, los musulmanes, y cualquier forma de disenso.

El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 no fue un acto aislado de extremismo: fue la culminación lógica de un proyecto autoritario que cuestiona la legitimidad misma del voto popular cuando no favorece al “líder”. Trump, en este sentido, no representa solo una crisis de gobernabilidad: es la expresión final de una democracia liberal incapaz de sostener sus propias reglas cuando el poder se escapa de sus manos históricas.

En política exterior, Trump no inventó la coerción: simplemente la aplicó sin filtros. Amenazó con cortar ayudas, impuso sanciones unilaterales a Venezuela, Irán y Cuba, presionó a México y Centroamérica con aranceles para que detuvieran migrantes, y dinamitó los restos del multilateralismo saliendo de acuerdos internacionales clave.

Lo que antes se disfrazaba como “intervención humanitaria”, bajo Trump se transformó en chantaje económico directo y extorsión diplomática. Noam Chomsky lo resumió con claridad: la política exterior de Estados Unidos siempre ha funcionado como una mafia. Lo nuevo es que Trump ya no se molestó en ocultarlo.

En África, su desprecio explícito confirmó lo que Aimé Césaire denunció desde 1950: que Occidente solo admite la humanidad de los pueblos cuando puede explotarla o someterla. Si no puede, los deshumaniza. Trump no mostró interés alguno por el continente, salvo para insultarlo o bloquearlo.

Las instituciones estadounidenses, celebradas durante décadas como modelo democrático, mostraron con Trump su fragilidad estructural y su subordinación al poder económico. Un sistema electoral manipulado, una Corte Suprema ideologizada, y un Congreso paralizado permitieron que un presidente desafiara abiertamente la Constitución sin consecuencias inmediatas.

Como recordó Timothy Snyder, el autoritarismo moderno no necesita tanques en la calle: le basta con mentiras repetidas, discursos de odio, y el poder concentrado en una figura que se presenta como única salvación.

Trump concentró poder, desinformó a millones, y puso en jaque la transición presidencial pacífica. Su figura representa la fusión entre neoliberalismo autoritario y supremacismo cultural, y marca —como advirtió Achille Mbembe— la agonía del proyecto occidental surgido tras 1945.

Esa agonía se ha hecho visible de nuevo en 2025, con la represión masiva de las protestas estudiantiles iniciadas en California y extendidas a más de veinte universidades en todo el país. Lo que comenzó como una denuncia contra el genocidio en Palestina se transformó en una rebelión cívica contra el racismo estructural, la censura universitaria y la criminalización del pensamiento crítico. Policías antimotines desalojando campus, deteniendo profesores y golpeando estudiantes son hoy imágenes comunes de un país que ha dejado de fingir pluralismo.

A esta oleada se sumaron también protestas contra los centros de detención del ICE, especialmente en Los Ángeles, Nueva York, Chicago y Atlanta. Estudiantes, migrantes, y activistas han ocupado espacios públicos para denunciar la continuidad de las políticas represivas iniciadas bajo Trump: redadas arbitrarias, deportaciones sumarias, encierro de niños y criminalización de la pobreza. La respuesta del Estado ha sido la misma: arrestos masivos, vigilancia digital y represión sistemática.

No se trata solo de Trump: se trata del declive de un sistema que antes cuidaba las formas y se enmascaraba en los discursos más sutiles del liberalismo, es occidente que se queda sin ropaje en la curva descendente de su tiempo, es el delirio de la intolerancia cuando los cimientos imperiales y su estructura de privilegios racializados se deshacen frente a sus “aliados” europeos, quienes avergonzados del “escándalo” corren despavoridos en peligrosa huida. El autoritarismo liberal es hoy lo que siempre fue con la dificultad de ocultarse como en otros tiempos.

La figura de Trump no es una anomalía: es la máscara caída de Occidente.